La felicidad no puede comprarse by Hans Hellmut Kirst

La felicidad no puede comprarse by Hans Hellmut Kirst

autor:Hans Hellmut Kirst [Kirst, Hans Hellmut]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1959-01-01T00:00:00+00:00


Aquel día la cadena de visitantes parecía no quererse romper. Era como si el alojamiento de Dreibaum se hubiese convertido en una sala de conferencias. Incluso la propia viuda Weidenfels hacía como si entrara en una oficina y no en su buen aposento. Y hasta sonreía al descubrir restos de ceniza en el suelo, pues en definitiva, lo que importaba era el bienestar de Dreibaum y por consiguiente también las conveniencias de ella.

Sin embargo, hubo una visita que la inquietó, porque en ella se olió un riesgo para sus intereses personales. Se trataba de Hilda Wiemann. Era evidente que ésta no retrocedía ante la idea de pasar por encima de la propietaria con tal de poderse enterar de las noticias más recientes.

Pero también Dreibaum se puso un poco intranquilo cuando Hilda Wiemann entró en su habitación. Porque discutir con Wiesel, Hollriegel o Tantau era poco más o menos un juego casi interesante en el cual el humor oscilaba entre la irritación y el goce, pero en el que no se mezclaban para nada los sentimientos. Pero aquella muchacha, en los últimos tiempos, había irrumpido de una manera tan ostensible en su vida privada, que en su presencia se sentía acosado y a todas luces cohibido.

—Aquí me tiene usted —dijo Hilda Wiemann en tono amistoso.

—Ya lo veo.

—Me invitó usted.

—La primera noticia.

—Bien, tal vez lo haya olvidado —Hilda Wiemann parecía completamente tranquila. Pero su mano, ocupada arreglando la caída de su blusa, delataba nerviosismo—. Seguramente ha tenido usted mucho que hacer en estos últimos días y por esto no debe de acordarse que me prometió tocar un disco para mí.

—¡Ah! ahora caigo. Y recuerdo también que quise regalarle ese disco.

—Siento no poder aceptarlo, pero me gustaría mucho que pusiera en su gramófono el concierto para piano.

Dreibaum la observó desconfiado. Pero como sea que no dejaba de sentir cierta curiosidad, se estaba preguntando qué juego se traería ella entre manos en aquella ocasión y hasta qué punto se aventuraría a llevarlo adelante. Con las mujeres, había aprendido a estar prevenido contra cualquier sorpresa, sin olvidar en absoluto que ésta podía ser también una sorpresa agradable.

Por esto empujó hacia ella una silla con marcada cortesía y la rogó que se sentara. Hilda aceptó la invitación con cierto apresuramiento.

—¿Quiere que antes hablemos un poquito, señorita Wiemann? ¿O desea que lo hagamos después?

—Sólo he venido para oír música. Puede creerlo.

—Y los últimos incidentes de mi caso ¿no le interesan?

—No.

—¿No ha venido aquí realmente por esto?

—No.

—Puede hablarme con toda franqueza, señorita Wiemann. Le contaré con mucho gusto todo lo que hay de nuevo en cuestiones de robo, desfalco o malversación. Alguna vez tendré que contarlo si no quiero correr el riesgo de que nuestra señora Weidenfels se muera de curiosidad. Si usted quiere aliviarme el peso de este inevitable trabajo de dar explicaciones, me parece muy bien.

—No me interesa nada de todo esto, señor Dreibaum —dijo Hilda mirándole a los ojos.

Andrés estuvo a punto de mover la cabeza admirado. Pero se abstuvo de hacerlo. Ella no merecía sin duda ser testigo de sus sentimientos.



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